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viernes, 4 de julio de 2008

La exposición

El coche se detiene en la esquina más cercana a la dirección indicada. El carril es de sentido contrario y el taxista opina que deberían dar una vuelta absurda. Ana le paga y espera el cambio, sentada en el asiento trasero con un pie apoyado en la calle. Se alisa el pelo con las manos. La radio digital sintoniza una emisora que no dice nada, el volumen del aparato está al mínimo. El hombre, entrado en años y canas, separa las piernas y saca de debajo de su asiento una caja metálica, la abre y le entrega las monedas. Se dan las gracias al unísono y sin de verdad sentirlo. Ana cierra la puerta y escucha cómo se aleja el vehículo, el tubo de escape quejándose, pidiendo ayuda.
Abre su bolso y consulta de nuevo la invitación. Un resguardo rectangular, un falso díptico de solapas blancas que se abren por la mitad como las puertas de una ventana para mostrar un fondo nocturno en el que una mujer anciana, detenida en la calle, vestida en bata y recostada en su bastón, mira el vacío que se extiende frente a ella con miedo y angustia. A pie de imagen, en letra caligráfica, ‘Tú, cuando no me ves’. La dirección de la exposición, una fecha y una hora, esta misma hora, pasan varios minutos. Ningún nombre de autor. El sobre que contenía la entrada entregada en mano, deslizado bajo su puerta, aparecido indolente una tarde a la vuelta del trabajo. El remitente, vacío. El destinatario, su nombre de pila. Ana. Misma letra caligráfica. Donde debería figurar el sello, con la misma letra caligráfica, las siglas 749GK, que bien puede ser un número de referencia. Avanza hasta llegar a la dirección indicada, es fácil, es el único local abierto a esa hora de la noche y la luz de su interior ilumina la calle a través de las puertas de cristal. Mira el interior. A mano derecha, una mesa con un vigilante. Una pareja de la misma edad que Ana, unos treinta, conversan acaloradamente con él. Por la exposición, un cubo inmaculado cuya blancura sólo es atacada por las obras colgadas, pasean unos pocos solitarios, alguna pareja y una familia al completo, matrimonio y dos hijas de no más de diez años, una más alta que la otra pero puede que mellizas. Entra y las palabras del trío la alcanzan. El hombre uniformado repite que su jefe le ha llamado para vigilar el local, que su trabajo empieza y acaba en esa función, que no es nadie para dar información de nada, ni sabe el nombre del artista ni le importa, aunque no es normal que esté solo ante el peligro, es el primer acto organizado en el que nadie sabe cómo actuar, qué hacen allí, piensa pasar informe a su empresa de seguridad. Ana sigue caminando, el chico dice a la que será su novia algo de avisar a la policía, ella pone en blanco los ojos y opina que no es para tanto, tampoco hay que exagerar. El hilo musical flota en el ambiente, música de piano lenta hasta resultar exasperante. A ratos parece que el músico se ha dormido frente al instrumento, a veces sus dedos arrancan como si acabase de recordar el dibujo de las notas sobre el pentagrama. Ana inicia el viaje a través del mundo retratado. Todas las obras sin nombre ni número de referencia tienen elementos nocturnos. La calle, la oscuridad, personas que parecen no saberse fotografiadas. La anciana del bastón abre el itinerario. Tras ella, hombres y mujeres deambulan perdidos en las calles de la noche. Algunos aparecen desde una distancia tan cercana que cuesta creer la espontaneidad que desprenden. Otros parecen perseguidos, imágenes lejanas que podrían formar parte del expediente de una investigación secreta. Ana, que en uno de los ambientes en los que se mueve se relaciona con proyectos de artistas, trata de encontrar rasgos particulares que ubiquen la obra con alguna cara, algún nombre que haya escuchado, alguna copa compartida en la barra de un bar. Nada. No es culpa suya. La obra irradia frialdad, parecen segundos perdidos en parpadeos fugaces y anodinos, instantes que no merecerían ser recordados. Los modelos, como el resultado final, también presentan características similares. Sin prisas, despreocupados, será la hora en la que no importa llegar antes o después o dónde o cómo llegar. Voces, exclamaciones infantiles. ¡Somos nosotros! Ana se gira hacia la familia, paralizada ante un cuadro como el cuadro lo está ante ellos. Se acerca con disimulo, mirando de pasada otras obras hasta situarse tras el cuarteto. En la fotografía, la mujer camina unos pasos por delante, hablando por teléfono, una mano en el oído para protegerse del ruido. Tras ella, el hombre va cogido de la mano con las dos niñas, una callada y cabizbaja, la otra señalando hacia su madre, diciendo algo a lo que el padre presta fingida atención. Es la calle de la tienda, dice el hombre. Estoy hablando con mi madre, murmura la mujer. Esto es hace tres meses, ¿no? El hombre asiente. ¿Quién nos hizo la foto? Pregunta una de las niñas. ¡Qué miedo!, exclama la otra, riendo, sin atisbo de estar asustada. Ana comprende y busca con la mirada a la pareja de la entrada, sus palabras ahora codificadas, la conversación con el vigilante traducidas a un lenguaje con significado. Han vuelto al interior de la sala y están frente a otra obra, de lejos una pareja anónima, Ana sabe que son ellos. Se acerca, ya sin nada que aparentar. Los dos pasean de la mano, algo serios, quizás, distantes como si acabasen de reconciliarse de alguna riña pasajera. ¿Vosotros también recibisteis esto?, les enseña la tarjeta. La chica abre su bolso, remueve en su interior y enseña la invitación, calco de la de Ana, acaso cambien los nombres escritos en el sobre, no el número de referencia que resulta no serlo, 749GK, misma caligrafía, misma sinceridad anónima. ¿Te has encontrado?, le preguntan. No. Pero supongo que estoy. Estás, te he reconocido. Allí, señala a un cuadro. Voy a verme, qué raro suena. Lamenta haber sido avisada, sospecha que parte del efecto intencionado se basa en el factor sorpresa. No es de las fotografías más bonitas de la sala, tampoco de las mejores que le hayan retratado en su vida. Se está alisando el pelo, camina con la mirada perdida en el suelo, puede ser cualquier momento de cualquier noche, volviendo del trabajo. El farol que ilumina la esquina superior izquierda, por el que está a punto de pasar bajo su luz, la sitúa en el mapa de la ciudad. Mal barrio que cruza cuando tiene ganas de llegar a casa. A veces tiene miedo de que en cualquier esquina aparezca alguien con malas intenciones. Nunca ha pensado que entre las sombras se escondería el artista, esperándola.
© Raúl Ansola López

Mejor Relato V Certamen de Relato Corto Rozas Joven 2007
2° Mención en el II Certamen Literario Revista Axolotl